Andrés vivía en un pueblito cerca del lugar donde había nacido.

Cada día, a la hora de comer, se dirigía desde su trabajo a un acogedor restaurante que estaba bastante cerca y no necesitaba coger el coche para llegar hasta allí.

El local estaba decorado con mimo y los camareros eran muy amables, limpios y atentos. Le llamaban por su nombre y cada día le tenían reservada su mesa. A él todo aquello le satisfacía y le hacía sentir muy especial. El único problema era el menú. Todos los días paella. A veces con pollo, otras con verduras, pero nunca, nunca con marisco. Aquello era algo que Andrés no llevaba muy bien. Lo que más le gustaba de la paella era el marisco.

La costa no quedaba lejos, y no dejaba de preguntarse porqué no incluían en el menú la paella con marisco. Un día se atrevió a preguntarle al chef.

-Aquí nunca traeremos marisco, es una norma de la casa y nunca vamos a cambiarla-

Aunque no le gustó la respuesta, Andrés continuaba yendo a comer al mismo restaurante hasta que un día, al llegar a la puerta se encontró un cartel colgado:

“Cerrado por asuntos personales, disculpen las molestias”

– ¿Cómo? ¿Cerrado? ¿Qué iba a hacer? – Se dijo

Junto a él estaba otro cliente, le conocía de vista, y parecía igualmente contrariado. Le miró a Andrés y en voz alta y mirándole a los ojos le dijo:

  • Hay un restaurante aquí enfrente, también sirven paellas, ¿le apetece probar? –

Tras unos momentos de duda, Andrés asintió. Entraron juntos en el local. El diseño era moderno, con música de fondo, muy animado con gente entrando y saliendo.

Se sentó solo en una mesa y pidió el menú. – Vaya- Se dijo, mientras abría los ojos recorriendo el menú – Aquí si hay paella de marisco, de hecho, tienen varios tipos de marisco, y también tienen tortilla. ¡Pediré tortilla y marisco! –

La comida le sentó bien, notó que por la tarde al volver a la oficina se sentía más alegre y animado. Recordaba el buen ambiente del restaurante y lo rico que estaba el marisco.

– Volveré mañana- pensó. Y no solo al día siguiente, sino varios días más. El marisco estaba tan fresco y delicioso… Sin embargo, un día recordó el antiguo restaurante. Realmente le habían tratado muy bien allí. Había pasado ya un tiempo desde la última vez que estuvo y, al entrar, se dio cuenta de que el local estaba cambiado. Ahora había más clientes, la disposición de las mesas no era la misma y los camareros ya no le prestaban tanta atención y estaban atareados sin mucho tiempo que dedicarle. Incluso se dio cuenta que los clientes recogían en una bandeja los restos de comida y los acercaban a los cubos después de comer.

Eso sí, el menú seguía siendo el mismo, paellas variadas, pero sin el marisco que tanto le gustaba.

Andrés se sintió entre triste y frustrado. Había pasado mucho tiempo en ese restaurante y ahora todo estaba diferente. – Quizás decidan poner paella con marisco, unas gambas o un bogante- se dijo. Y con este pensamiento pagó la cuenta y salió del local.

Durante los siguientes días fue alternando entre los dos restaurantes, era su rutina y a él, le gustaban mucho las rutinas.

Así transcurrieron algunas semanas hasta esa mañana. Estaba afeitándose mientras escuchaba la radio local. En unas obras en la calle Pez, un trabajador un poco borracho había provocado una avería enorme en el sistema de conducción de agua. Las tuberías se habían rajado y el agua salía despedida hacia arriba como un torrente y la calle estaba inundada por completo.

Aunque todavía un poco dormido, detuvo la maquinilla y se quedó pensativo. – ¿La calle Pez? ¡Pero si es la calle donde están mis restaurantes! –

Siendo un hombre de rutinas, sintió un ligero sobresalto.

-Quizás les haya afectado a los restaurantes… –

A la hora de comer, curioso y con un pelín de ansiedad, se dirigió hacia los restaurantes. Una montaña de escombros y barro se interponía en su camino.

-Si quiero llegar hasta allí, tendré que pasar por encima de todo este barro y suciedad –

Y así fue, escaló como pudo sobre el montículo, mientras los zapatos y el pantalón se impregnaban de el lodo, pegajoso y sucio. Y así, se encamino hacia su restaurante.

Parece que las obras se fueron complicando, los del seguro y la empresa de aguas no se ponían de acuerdo, y aquello seguía como un cenagal. Y día tras día, Andrés seguía yendo al antiguo restaurante con la esperanza de comer allí una paella de marisco, y también seguía yendo al restaurante de enfrente, aunque ahora la música tan alta se había convertido en un ruido molesto que había empezado a molestarle, y los camareros enrollados, empezaban a resultarle un poco pesados.

Andrés seguía escalando la montaña de piedras y barro, y día tras día, al volver a casa, tenía que limpiarse los zapatos, los calcetines y la ropa que estaba sucia y cubierta de barro ya endurecido.

Quizás por fortuna, un día, al volver a subir una vez más sobre la escombrera, una voz le sobresalto.

  • Alto, Señor, alto, ¿dónde va? – Era el guarda de la obra.

Girándose hacia él, Andrés le explicó que iba a comer al restaurante al final de la calle.

El guarda miró hacia las manos y los zapatos sucios de Andrés, luego le miró fijamente y le dijo:

-Vengo observándole hace un tiempo. Quería que supiera que, a la vuelta de la esquina, justo en esta calle de detrás, hay varios restaurantes. Puede encontrar comida casera, mejicana, un cocedero de marisco, comida mediterránea, hay una enorme variedad. Tanto yo como mis compañeros vamos a comer allí y la calidad, variedad y precios son muy buenos, ¿no prefiere usted probar allí y no sufrir tanto con esto de escalar y ensuciarse de barro cada día?

Por un momento Andrés se quedó callado, en silencio. Era como si por primera vez, escuchado a este hombre, se diera cuenta de cómo cada día se ponía hasta arriba de barro, y repetía el ritual de comer sin sentir la menor ilusión por todo ello.

Lentamente, como saliendo de un profundo sueño, miró al guarda.

– ¿Dónde dice que están esos restaurantes?

 

Entre raro, ansioso, curioso y expectante, Andrés se dirigió a uno de los restaurantes que el guarda le había indicado.

Miró dentro y había bastante gente. La decoración del local era llamativa, con grandes fotos de actores clásicos en blanco y negro colgando en las paredes.

Leyó el menú que estaba escrito en un cartel a la entrada, -uhmm- se dijo -hace tiempo que no tomo almejas marineras, y acompañado de mi vino favorito- podría probar a ver.

Respiró profundamente, echo los hombros hacia atrás y dio un paso adelante decidido.

A partir de aquel día, la hora de la comida se convirtió en uno de los momentos claves del día. Cuando se acercaba la hora de comer comenzaba a mirar insistentemente el reloj, estaba deseando salir a explorar e investigar los menús de los restaurantes. Paseaba por la calle observando cada tablón, sopesando, imaginando y sopesando cual le producía más interés, cual le llamaba más la atención.

Se sentía tan bien, que compartió el descubrimiento con algunos compañeros de trabajo con los que tenía más confianza. Podía elegir cada día donde ir a comer y con quién ir a comer. Se sentía libre, dueño de sus decisiones y disfrutaba saboreando los distintos platos y especialidades.

Se fue dando cuenta como cada día entraba en internet y exploraba la composición de los platos. Un día, en uno de sus favoritos, organizaron unas clases de cocina. – Por qué no- se dijo.

Fue una experiencia fantástica para él, ahora no solo disfrutaba comiendo, sino que podría cocinarse sus platos favoritos. Ya no tendría que esperar a ver qué menú le ofrecían, el podía elegir y preparar sus platos preferidos.

Su interés se fue ampliando y empezó a buscar nuevos restaurantes y nuevas clases de cocina, fue conociendo a otras personas que, como él, disfrutaban muchísimo elaborando platos. En el grupo de amigos que se fue formando, había una mujer, divertida, ingeniosa, cariñosa. Sin darse casi cuenta, fueron intimando más y más. Una bonita relación.

 

El tiempo había pasado y Andrés y su pareja estaban paseando por el barrio, iban riendo y repasando los proyectos comunes que tenían en marcha. En ese momento, Andrés levantó la cabeza y por un momento detuvo el paso. Ahí delante estaba aquel restaurante al que solía ir. Seguía igual, con el mismo menú sin marisco, los camareros atentos de aquí para allá. Era igual pero ahora, a él, ya no le pareció tan atractivo ni especial. Por un momento sintió entre añoranza y alivio. ¿Cómo hubiera sido su vida si hubiera seguido yendo a comer allí?

 

Miró con cariño a su pareja, la tomó de la mano, y siguieron su camino mientras, con ojos brillantes y la palabra alegre, continuaron soñando con su próximo proyecto.

 

Photo by kmicican, Pixabay

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